Control de calidad

Rosa María Gaitán saltó de la silla y se acomodó la falda que le apretaba la cintura. La orden había llegado por escrito.

No importaba si las cosas se hacían con demora o rapidez. Lo único que importaba era el control de calidad. «A esta altura de la vida, esto no va a derrotarme», se desafió. Antes de salir de la oficina releyó la orden y apenas se tomó un momento para arreglarse el cabello. No había tiempo que perder.

En invierno no era fácil atravesar esos pasillos. Aún así, a pesar del olor a humedad y las oficinas oscuras, el edificio conservaba rastros de su antiguo esplendor. Sin su brillo original, el mármol de la escalera parecía quebrarse. No ocurría lo mismo con el piso del hall central. Como una fortaleza, su clásico diseño de tablero de ajedrez resistía el paso del tiempo y de la gente.

—Buenos días, Rosita, se escuchó una voz grave que fue a su encuentro por el pasillo.

—No tan buenos para mí, Ramirito. Ahora que lo ascendieron, espero que los suyos sean mejores—le contestó con sorna. Se había cansado de repetirle a Ramiroy a los demás que no la llamaran Rosita. «Rosa María. El primer nombre me lo puso mi padre y el segundo, mi madre», insistía sin resultados.

Una caminata ligera la llevó al segundo piso. Clavar los tacos sobre los escalones le ayudaba a recobrar la calma. Le gustaba sentir el sonido de las pisadas sobre la superficie porosa. Al llegar a la puerta de roble, observó que el vidrio esmerilado transformaba a las siluetas en fantasmas y se abrazó a la carpeta de instrucciones. Golpeó con suavidad primero, y ante la falta de respuesta, repitió el gesto con mayor energía. El «adelante» que pronunció el jefe le sonó a mandato, y la abrió.

—La estaba esperando María Rosa.

—Rosa María —lo corrigió—. El jefe era bastante más joven que ella, pero la intimidaba.

—Me imagino que estará al tanto: hoy empezamos con el control de calidad. Recuerde que el formulario debe estar actualizado, hay que solicitarlo en Dirección General, y hacer copia en una sola hoja para ahorrar papel.

—Sí sí.

—Ah. Y no se olvide de la encuesta de satisfacción. Para saber cómo se van haciendo las cosas.

—No se preocupe. Al final, todos quedaremos satisfechos —dijo sin pensar. Cuando cayó en la cuenta del exabrupto se atemorizó un poco. Le sonó a revancha.

—Eso espero. Y recuerde que cuando falla el sistema es porque fallan las personas —dijo en seco. Y con la advertencia puso fin a la conversación.

Cuando subía a paso rápido, Rosa María se detuvo para tomar un respiro en el descanso del tercer piso. A esa altura, las paredes estaban revestidas de espejos con bordes ahumados y su aspecto oxidado delataba la edad del edificio. «Lindos y amplios, una puede verse desde todos lados», se dijo mientras balanceaba la cabeza de izquierda a derecha para repasar el reverso de su imagen. Le gustó observarse sobre tacones y con medias negras, a pesar de la falda que le apretaba la cintura. Un momento de banalidad que la ayudó a recuperar el ánimo y seguir.

Casi sin aliento llegó a la Dirección General. Esta vez entró sin golpear.

—Buen día. Vengo a buscar los formularios de control de calidad.

—Aún no los tenemos—se atajó la secretaria.

—Pero si recién me dijeron…

—No insista. Tiene que buscarlos en Dirección de Control.

Prefirió no contestar y a la carrera inició el descenso. Debía atravesar tres pisos por la escalera hasta llegar a la planta baja. Se preguntó cuántos escalones habría entre punta y punta. «No importa, ahora voy en bajada», se consoló. Esta vez no se distrajo frente al espejo. Cuando arribó a piso firme, se deslizó por el mosaico y entró a la oficina como una tromba.

—Vengo por los formularios—le anunció a la chica—. Estaba sentada frente a un mueble que no era ni mesa ni escritorio.

—Disculpe, señora, ¿no vio el cartel? —la interpeló. Por su irrupción veloz no había visto la placa instalada a la derecha de la puerta y retrocedió para leerla. No mate a un árbol, ahorre papel, decía en letras catástrofe y color verde.

— Recibí la orden… —se defendió Rosa María. Un cansancio sin límites empezaba a descender por la curvatura de su espalda.

— Hubo una contraorden. Ahora tiene que seguir el instructivo y volver para el visado. Y al final darse una vuelta por el Área de Inspección para constatar que todo esté correcto, señora.

Hacer todo más rápido y con menos trabajo le pareció cosa de otro mundo. Tal vez del otro, el mundo al que ella pertenecía. Ahora no solamente era cansancio. Sintió que un sudor frío le brotaba desde el cuero cabelludo y se deslizaba hasta las mejillas, el cuello, los brazos. Y hasta amenazó con filtrarse por las piernas y poner en riesgo las medias y los zapatos de tacón. “Calma, calma, calma”, se repetía cuando encaraba el ascenso hacia su oficina ubicada en el primer piso.

La recompuso un poco el mantra, o la obstinación tal vez. Se sorprendió dispuesta a trazar una nueva marcha hacia el mundo de los trámites veloces. A paso más lento, eso sí, llegó hasta su escritorio y, en medio de un molesto tecleo, siguió el instructivo para completar el formulario. Luego retornó a la planta baja para concretar el visado junto a la chica que le explicaba todo con tono de maestra.

Al salir, contempló el hall central donde el tablero de ajedrez se desplegaba majestuoso. El mosaico le recordó aquellos días, cuando no existía el control de calidad y podía desplazarse por los pasillos como una reina sin miedo. De inmediato, se zarandeó la nostalgia y juntó coraje para iniciar otra marcha hasta la inspección final. Elevó la vista y se topó con la enorme mole de mármol. ¿Cuántos escalones habría hasta el tercer piso?

—Rosita aún no se enteró de que existe el ascensor – se burló Ramiro al pie de la escalera. Una vez más, ella eligió no contestar y tragarse la furia. Necesitaba energía y estaba demasiado cansada para responder a una nueva provocación. Mientras tanto, recordó que junto con su jefe, Ramiro había ingresado a la planta apenas dos años atrás. «Ellos sí que usan el ascensor», comprendió con una amargura nueva.

Empezó a tomar bríos para subir y subir. A cada paso, los pies aprisionados le recordaban su presencia sobre el mármol y se doblegaba más y más la curvatura de su espalda. Un cansancio demasiado denso para una subida sin tregua que la llevaba a ninguna parte. Por momentos, el peso de las piernas casi le impedía moverse; y en otros, la asustaba el ritmo caótico de su pecho, su corazón loco.

Sofocada por el esfuerzo llegó al segundo piso y prefirió subir el último tramo aferrada al bronce de la baranda. No daba más. Desde lo alto y asomada con la mitad del cuerpo, se tomó un descanso para apreciar el caracol que dibujaba la escalera hacia el vacío, una belleza gris y fría que nunca había mirado. Y cuando avanzó un poco más hacia el entrepiso forrado de espejos, otro detalle la sorprendió: estaban enfrentados. En paralelo, reproducían su imagen en el infinito, una imagen que ahora le resultaba monstruosa y rebotaba sin pausa entre los cristales. En frente suyo, Rosa María Gaitán la miraba con el rostro enrojecido y el cuerpo gastado; por detrás, Rosa María reproducía su eterno cansancio que luego volvía a Rosa, hasta seguir y seguir por un túnel sin límites. En lo profundo, se asomaba la figura pequeña y borrosa de Rosita. Y más allá, una niña esperaba, sin nacer, el fin de la oscuridad.

Mariela Mulhall

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