Los lugares comunes del amor siempre están ahí para ser vividos y contados. No hay mejor secuencia que la que inicia con un estado de sopor y cambia súbitamente.
Quietud. Algunos días lo cotidiano abruma. Y las pequeñas cosas nos engañan con su parsimonia o invasiones inesperadas. Nos juegan una treta para convencernos que nada sucede ni sucederá, cuando todo está ocurriendo en este preciso instante: la vida. Mientras el pulso de la ciudad no cesa, hay momentos en que percibimos la existencia aletargada, sin estímulos que nos conmuevan, como la escena de una película que se congela para revelar un mundo detenido y sin aliento. No se trata de dar razones para comprender esos estados de sopor, más bien saber que siempre estarán ahí para marcar los contrastes y enseñarnos todo lo que puede ser liberado.
Descubrimiento. De pronto, la quietud se rompe y lo inesperado sucede. O al menos se insinúa. Todo ocurre durante una tarde de primavera que amaga con venir y no, con declararse y no. Un día corriente y sin sobresaltos, cuando la jornada laboral de un lunes aún no cesa y el tránsito continúa su curso sin enajenar la ciudad. Eso pasará más tarde, a la hora en que el atardecer recuerde la vuelta a casa, un hecho que muchos celebrarán como el acto más dulce de su mundo cotidiano. Ahora, en el ritmo lánguido de esta tarde, en el brevísimo tiempo que se dice instante, alguien que camina por la vereda detiene la marcha de su rutina. Parado desde un ángulo del escaparate, describe un giro inesperado hacia el interior. El flechazo es una hipnosis, soy fascinado por una imagen (*).
Impulso. Cuando coincide con la dirección y el sentido del deseo, el movimiento se desata y ya nada lo detiene. El cuerpo encuentra un súbito impulso para ingresar al local y lanzarse hacia una mesa cercana, la más cercana. Y se arroja casi sobre la silla, sin admitir ninguna elucubración racional. Es el momento del riesgo, la hora de la acción. Ella sigue inmóvil, tiene apuntes y un libro en sus manos, y parece no percibir la cercanía a pesar de que el bar está casi vacío. Resulta difícil saber con certeza si durante la secuencia previa sus miradas se cruzaron.
Sutilezas. Si bien de riesgos se trata, la decisión llegará cargada de incertidumbre. Tal vez por el temor al rechazo, o moderada por la cautela de no invadir la privacidad de ella, o su calma. La ubicación, a sus espaldas, es una pista que indica la leve intensidad del acercamiento, el camino elíptico. Todo muy lejos del cualquier abordaje frontal. Sentarse a pedir un café parece ser la mejor excusa. Y desde ese ángulo intuir, escuchar, percibir cualquier movimiento o indicio de comunicación posibles. Mientras tanto, el ojo agudo a veces y la mirada periférica, otras, se activan en la búsqueda de alguna señal que dé aliento.
Signos. El episodio hipnótico, se dice, es ordinariamente precedido de un estado crepuscular: el sujeto está de un modo vacío, disponible, ofrecido sin saberlo al rapto que lo va a sorprender (**). ¿Será? Con la misma sutileza del acercamiento se vislumbra la primera señal. Así parece llegar. Un diálogo gestual se inicia, intrincado e intrigante tal vez. Es muy probable que una nueva escena comience a gestarse en el mundo de la intimidad. O quizás solamente se trate de una secuencia que muestre los lugares comunes del amor.
(*)(**) Roland Barthes, «Fragmentos de un discurso amoroso»